Una entrevista sui géneris
Mi General nació en la hacienda de su padre, “Pachusala”, la cual queda al pie de los Ilinizas, muy cerca de Tanicuchí, donde fue inscrito en el Registro Civil Nacional. En esa zona se desarrolló una de las batallas más cruentas de la toma del poder de parte del General Eloy Alfaro, a comienzos del año 1906 con sus montubios, macheteros y gente de la costa que sufría mucho en el páramo frío, donde con mala intención los enemigos habían escogido el terreno, posiblemente para la última batalla.
Para ese entonces la zona era montañosa baja, típica de zonas frías altas, donde no hay especies arbóreas altas, sino matorral bien enmarañado, con un suelo lleno de piedras de las erupciones antiguas del volcán Cotopaxi. La presencia de caminos fáciles de transitar era muy poca, por lo tanto, para caminar por esos lugares en esos tiempos debió ser bastante complicado y peligroso.
Mi padre, futuro General y Jefe Supremo de la República, con menos de 10 años de edad, había oído sobre la guerra en su casa, de Latacunga, cuando los montubios pasaban hacia Quito. Su padre, como buen terrateniente, y sus familiares, gente muy adinerada de la provincia, estaban a favor del gobierno y lógicamente no querían por nada del mundo que el liberalismo subiera al poder.
En ese entonces el liberalismo y sus militantes eran vistos por los conservadores como el mismo “diablo”, lo cual atrajo mucho la atención del niño que daba sus primeros pasos al pensamiento contrario al de la familia. El joven Alberto jugaba y conversaba con los indígenas que vivían en la finca del padre, por lo tanto, sentía una tremenda curiosidad por conocer a ese “diablo” en persona, tal como calificaron por esos tiempos a mi General Eloy Alfaro.
Como era un poco aventurado salir solo desde la finca, a semejante empresa aventurera, el niño decidió invitar a algunos de sus amigos. Estos niños que eran hijos de empleados, jornaleros o vecinos de la finca de su padre. Todos conservadores, de cepa pura como era la gente de antaño, especialmente las familias adineradas de la Sierra y todo el personal que con ellos trabajaban.
Se llenaron los bolsillos de los pantalones de tostado, máchica y queso en la cocina, engañando a la “guasicama” o empleada de la casa de la finca, y con un poco de raspadura envueltos en papel traza, partieron a ver la “guerra” y cómo era ese “diablo” del que tanto hablaban en la casa de la hacienda. Mientras tanto un grupo de familiares y amigos seguían recogiendo dinero para apoyar a las fuerzas gubernamentales y derrotar la revolución lo más rápido posible.
Una vez que estaban en un llano buscando la “guerra”, se acercaron a las huestes revolucionarias, las cuales estaban descansando y alimentándose por haber caminado tanto tiempo, para llegar al lugar donde se desarrollaría una de las últimas batallas libradas por el “viejo luchador”. Imprudentemente se acercaron tanto, que algunos oficiales de mi General Alfaro les vieron. Uno de ellos reconoció a mi padre, puesto que era un familiar, pero militaba en las fuerzas Alfarístas con ideas liberales renovadoras para el Ecuador. Corría el 14 de enero de 1906.
Cuando el oficial Alfarísta se acercó para verlo bien, y llamarle la atención por la imprudencia de estar allí, el General Alfaro se dio cuenta del incidente que estaba ocurriendo afuera de la carpa improvisada y salió a ver qué pasaba. El oficial, muy obediente y respetuosamente, le contó que uno de los niños había venido a ver la guerra y a conocer al hombre tan odiado por sus familiares. El mismo se encontraba con un grupo pequeño de muchachos, que trataban de recoger casquillos de las balas que habían sido disparadas en días anteriores por las fuerzas de reconocimiento de ambos bandos.
Le llamó la atención al Viejo Luchador que un niño, hijo de sus enemigos políticos, fuera tan atrevido para ir a conocerle y recoger, como recuerdo, cartuchos usados por los soldados. Hizo llamar al niño, que a pesar de su temor por conocer el verdadero “diablo” como le llamaban sus familiares, se enfrentó a Alfaro en forma serena y tranquila.
Viendo su actitud, el General Alfaro, luego de un corto pero seguro interrogatorio, se acercó lo más que pudo y le dijo más o menos estas palabras: “para que regreses a tu casa y no seas como tus padres y parientes curuchupas, te regalo este sucre de plata para tus golosinas y que compartas con tus amigos, pero se marchan inmediatamente de aquí, a las casas de cada uno“.
El niño Alberto y la mayoría de sus amigos quedaron tan impresionados de ver que el “diablo” no era tan diablo como se decía, se sobrecogieron y regresaron a sus casas bien escoltados por soldados del Viejo Luchador a sus hogares.
Años más tarde todos esos niños luchaban en las filas liberales o socialistas por sacar a este país de la casi esclavitud en que en esos tiempos vivía.